jueves, 5 de julio de 2007

Declaro la guerra en contra de mi peor enemigo que es...


Esta historia en realidad no tiene un principio, quizá ni siquiera un final. Si quisiera encontrar el detonador de mis angustias pondría la fecha de hoy.
En realidad la guerra empezó mucho antes, cuando ni siquiera conocía a mi enemiga (que sigo sin conocer) y quise arrancarle los ojos, cortarle los pelos, patear sus riñones… En fin, el tipo de cosas que le haríamos al adversario invisible; al que nos acecha, nos hace rabiar, nos gana la partida y se ríe de nosotros.
Ese al que no conocemos, no nos conoce.

Mi enemiga vive lejos de mi furia, quizá presiente que la detesto y que haría muchas cosas para destruirla (si estuviera en mi naturaleza). Si nos conociéramos en algún lugar, la ridiculez y el humor macabro que tiene Destino nos haría amigas, cómplices, y porque no, hasta hermanas del alma.
Gracias a Dios no es así. Cada que viene a mi mente quisiera encontrar algo imperfecto en ella, algo que implosionara en su ser, mostrándola como la miserable que es. Ella me hace sentir miserable; se lo merece.
Regreso al que fue el inicio de una nada. Es curioso, cuando se pelea contra un fantasma no se le puede dañar porque prácticamente no está en el lugar, pero está. La mujer perfecta es mi fantasma: la bonita, la creativa, la emprendedora, ¡la intelectual! Todos los días inicio una lucha sangrienta con ella. Quiere ocupar mi lugar, (o eso creo).
Todo detonó con una historia; con que otra cosa podría ser. Los gusanos entraron en mi cabeza y note que eso que ella, seguramente escribió sobre la demencia del amor, lo escribí antes con otras palabras. Y él no lo notó.
Quisiera detenerme y explicar quien es él. Como en todas las historias, el maldito amor es el eje de la vida, y en ésta no podría faltar. Ese él, fue el que nos reunió.
La mujer perfecta me martirizó desde el momento en que él la nombró; él no sabe cuanto he sufrido por su indiscreción. Afortunadamente no soy una mártir.
Al principio me deje seducir por la sed de batalla. Quise ganar toda su atención mostrándole que yo era, soy mejor. Sin embargo, no lo noto y siguió embarrándome en la cara lo hermosa que ella era. Quise decirle que yo también guardaba belleza, tanto interior como exterior; cuando lo supo, me dijo que ella era creativa, con una imaginación infinita, y entonces le deje ver lo que ocurría en mi cabeza y hasta le regale una historia inmortal en la que había pingüinos volando y amores entregándose en un holocausto de emociones; cuando la leyó no dijo nada pero me mostró que las lombrices pueden ser mejores que esperar a ver un pingüino volar, y que la sangre en la boca supera un amor sideral.
Cuando volteó y sonriente mencionó que ella era inteligente e intelectual, quise salir corriendo de esa habitación; me desgaste, me canse, aullé de dolor… y a pesar de todo me quede.
Pero no lo puedo culpar. Yo decidí librar la batalla en la que sabía desde el principio que saldría perdiendo. Yo jamás podré ser lo que ella es, siempre me pondrá el pie en el cuello y a donde quiera que vaya me seguirá. Se burlará de mis errores, y tomará con simpleza mis aciertos. A final de cuentas, también la creé y decidí que me acompañara a donde fuera. Un último gesto de sumisión.
Pero, este es el momento en el que yo brinco de mi celda y la acuchillo con el instinto más primitivo de todos: la sobrevivencia. Sé que no le podré ganar, pero puedo destruirla en mi cárcel de ideas.
Puedo destazarla a placer; puedo jugar a que sus chinos son serpientes que la asfixian hasta la muerte; yo soy su verdugo final, y la odio tanto que no quiero conocerla, no deseo saber como es su cara, porque sé que habré perdido más, de lo que ya no tengo.
La he matado ya. Está desfigurada, rota, cansada, desmayada; a pesar de todo, debo pedirle perdón. El mar de odio se ha calmado y creo que debemos llorar juntas.
Tomo su invisible mano y la invito a salir de la misma celda en la que estuvimos presas. Limpiamos nuestras lágrimas y estrecho una mano casi en el aire.
Quizá, sólo quizá podamos ser amigas. Yo lo dudo en lo más profundo de mi corazón a pesar de ya la he perdonado; ella se aleja de mi vida, y caminando lerdo, se va a vivir al lugar en el siempre debió quedarse.
Yo volteo y sólo veo destrucción y desorden. Recuerdo el incendio de Nerón y el esplendor de Roma algún tiempo después del fuego. Sonrío.
Ahora puedo volver a empezar.

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